CRÓNICA SENTIMENTAL DE LA HISTORIA RECIENTE DE ESPAÑA, CON MOTIVO DEL CENTENARIO DEL PERIÓDICO EL DIA DE SANTA CRUZ DE TENERIFE
La escena me vuelve a la cabeza como si fuera hoy. Ernesto Salcedo Vílchez, un hombre menudo, nervioso, con los dientes amarillos por la nicotina, director de El Día, abrió la puerta que comunicaba su despacho con la redacción y me pidió que entrara.
─ Me ha llamado el gobernador civil. Mañana hay convocada huelga general y de eso no podemos hablar.
─ ¡Vaya por Dios! Pues yo tengo citados a los sindicatos para las cinco de esta tarde. ¿Podemos escribir de «plataformas reivindicativas salariales» sin mencionar la huelga?
─ Escribe lo quieras. Pero de la huelga ni una palabra.
Estábamos a comienzos de 1976 en el primer Gobierno de la monarquía que presidía Carlos Arias Navarro. El Gobernador Civil era Modesto Fraile, un político franquista segoviano, de Cuellar, ya desaparecido, que en 1977 se pasaría a la UCD. Y los representantes sindicales los líderes clandestinos de CC.OO, USO y UGT. Sentado delante de la máquina de escribir, los entreviste a todos a la vez, en la sala de espera del director, escribiendo de corrido preguntas y respuestas, tal y como iban saliendo, como si se tratara de un poema archisabido de tanto recitarlo. Con el texto y las fotografías de Juan Hernández hicimos una doble página que, con el visto bueno del director, iban a publicarse al día siguiente.
Nunca vieron la luz. A primera hora de la mañana cuando llegue de nuevo a mi segunda casa en la Avenida de Buenos Aires 69, la Policía rodeaba el edificio de Herederos de Leoncio Rodríguez y se llevaba los ejemplares aún con el fuerte olor a tinta fresca. El periódico había sido secuestrado.
Fue aquella la segunda vez que los «grises» impedían que El Día acudiera a su cita diaria con los lectores (la primera había sido por un artículo de José María Hernández Rubio pidiendo la legalización de los partidos) pero me consta que hubo otros intentos. Nunca supe cómo le sentó a la empresa las pérdidas ocasionadas, pero aquella fue parte de mi contribución a la dura tarea de homologarnos con Europa.El periódico El Día había nacido en 1910 con el nombre de La Prensa, gracias al compromiso político de un grupo de intelectuales tinerfeños entre los que destacaban Leoncio Rodríguez y Benito Pérez Armas. Salió a la calle con el subtítulo de periódico republicano bien destacado en la mancheta 16 años después de la restauración borbónica, 13 antes de la Dictadura de Primo de Rivera y 21 de que se proclarama la II República. Sus primeros números aparecieron poco después de la Semana Trágica de Barcelona, apenas un año del ascenso de Alfonso XIII al trono, en plena Guerra del Rif, cuando todavía se vivía la tragedia de la pérdida de las últimas colonias (Cuba y Filipinas) y algunos escritores, entre ellos Benito Pérez Galdos, comenzaban a hablar tibiamente de regeneracionismo. Fue aquella una arriesgada aventura en aquel convulso y atormentado periodo en el que, tras el Pacto de El Prado de finales del XIX entre Antonio Canovas del Castilllo y Praxedes Mateo Sagasta aún vigente, con José Canalejas, asesinado dos años más tarde, como presidente del Gobierno el sistema empezaba a resquebrajarse. Tras la Guerra Civil su ideológía republicana aún más acentuada le llevó a convertirse en uno de los muchos rotativos incautados por la Falange y convertidos en órgano oficial de la Prensa del Movimiento, estigma del que se liberó años después al llegar a un compromiso con el Régimen, para transformarse en un periódico moderno y progresista ya con el nombre de El Dia. Tras más de medio siglo de vida, en el 69, llegué por primera vez a la redacción del periódico de la mañana sin haber comenzado aún mis estudios en la Universidad. Allí Pancho Ayala, subdirector del diario y Consejero Provincial del Movimiento, acogía mis artículos y los publicaba en las páginas dedicadas a las islas. No me resultó extraño, por tanto, que nada más ingresar en la Escuela Oficial de Periodismo fuera el propio Ayala quien me pidiera que me incorporara a la redacción. Una deuda de gratitud que aún tengo con el maestro, ejemplo de dignidad y tolerancia.
Fue así como uní mi vida y mi futuro a una de las redacciones más jóvenes, dinámicas, progresistas y abiertas de la prensa española, de la que formábamos parte Olga Álvarez, Elfidio Alonso, Luis León Barreto, Luis Ortega, Julián Ayala, Joaquín Reguero, Álvaro Castañeda, Ricardo Acirón, Plácido Bazo, Juan Cruz y los más veteranos Juan Antonio Padrón Albornoz, José Alberto Santana (Altober), Pancho Hernández, Luis Álvarez Cruz, Secundino González (Tinefe), Gilberto Alemán, el columnista y propietario del rotativo Domingo Rodríguez y Juan Pérez Delgado (Nijota), entre otros.
Onubense, ex seminarista, licenciado en Filosofía y Letras y Periodista, amigo de algunos falangistas como Manuel Hedilla o Dionisio Ridruejo, represaliado por el Régimen al igual que éstos, Salcedo ejercía como director de orquesta pero era uno más de los nuestros, el más veterano y curtido pero también el más joven e inquieto de los redactores que nos habíamos propuesto hacer al estilo europeo la «revolución pendiente» del franquismo y cambiar la historia de España con las armas de la palabra y de la letra impresa.
Porque nuestro papel no era sólo publicar noticias. Muchos soñábamos con construir una sociedad abierta y pluralista, alcanzar el futuro con las manos, y nos sentíamos, mitad reporteros y mitad abanderados y defensores de la libertad. Pese a las primeras y tibias reformas, entre ellas la Ley de Prensa e Imprenta de 1962, la dictadura de nuestra infancia y juventud temprana se negaba a morir y era necesario forzar su desaparición.
Por eso, cuando aún estaba vedado hablar de política, nuestros primeros reportajes eran crónicas de denuncia social, en las que poníamos de relieve la pobreza y la marginalidad de las barriadas de Santa Cruz (sin agua, luz ni alcantarillado), el abandono del campo y el aislamiento de las islas frente a la península, tan cerca de Madrid para enviarnos a decenas de políticos que venían a decirnos lo qué teníamos que hacer y tan lejos en los momentos de tomar decisiones cruciales para el desarrollo y porvenir del archipiélago. Constituía, además, nuestra particular forma de movilizar a una sociedad aletargada y dormida por años de dictadura.
Porque esa contestación, esa rebeldía que anidaba dentro de todos nosotros, nos llevó a tomar conciencia del estrecho corsé en que la dictadura había encuadrado a los españoles (sin libertades de asociación, reunión, expresión ni partidos políticos y sindicatos), de la inmensa cárcel que era la España heredada de nuestros padres y las numerosas cadenas que debíamos romper, una a una, para alcanzar la condición de ciudadanos libres e iguales.
En una Europa democrática, los españoles y, por ende los canarios, junto con los portugueses, constituíamos el último reducto de gobiernos autoritarios. De los dos grandes cataclismos políticos del siglo XX ─ el nacional socialismo y el comunismo ─ el primero había sido volado de la faz de la tierra en 1945 en la más feroz de las contiendas bélicas de la historia. Pero los aliados se detuvieron en los Pirineos con lo que las representaciones ibéricas de Hitler y Mussolini, las dictaduras de Antonio Oliveira Salazar en Portugal y la de Francisco Franco en España, habían sobrevivido hasta los setenta.
TRAS LA REVOLUCIÓN DE ABRIL DE 1974 ALGUNOS INTENTAMOS UTILIZAR SU EXPERIENCIA PARA ACABAR CON LA DICTADURA. EL RÉGIMEN LO HIZO IMPOSIBLE
El primer aldabonazo que nos hizo darnos cuenta que el futuro de España estaba a la vuelta de la esquina y que dependía, en gran parte, de lo que hiciéramos las jóvenes generaciones de periodistas ocurrió un 25 de abril de 1974. Al ritmo de una canción ─ Grândola Vila Morena─ en Portugal un grupo de militares habían puesto fin al régimen personalista de Marcelo Caetano, el sucesor de Salazar. Unos meses antes, el presidente del Gobierno español, Luis Carrero Blanco, había sido asesinado por ETA y el régimen empezaba a dar sus primeros síntomas de descomposición y de debilidad.
La «revolución de los claveles» fue una especie de consigna. Recuerdo haber estado un mes largo en Lisboa desde donde envié una serie de crónicas en El Día exponiendo la posibilidad de trasplantar aquella revolución pacífica a España, cosa que el Ejército y especialmente el Servicio Central de Documentación de Presidencia del Gobierno (SECED), el servicio secreto de Carrero Blanco, se ocupó de impedir, deteniendo a los militares comprometidos con la democracia.
Ello no impidió que el lento despertar de todos nosotros se acelerara [Tres meses más tarde se creó en París la Junta Democrática y, poco después, la Plataforma de Convergencia Democrática] y que, aunque la mayoría de los acontecimientos políticos de relevancia se produjeran fuera de las islas, El Día se encargara de dar voz a la oposición extramuros del sistema, colocando delante la palabra «ilegal» o «clandestina», así como de los viajes que hicieron a Tenerife Alfonso Guerra (irreconocible tras una larga barba de monje trapense) o Felipe González quien, en una reunión clandestina en Tacoronte, nos explicó como íbamos a imponer la «ruptura democrática» al régimen de Franco mediante la Huelga General Revolucionaria, la gran e irrealizable utopía.
Eran tiempos aquellos de incertidumbre, de dificultades y también de compromiso y de lucha sin que se pudiera atisbar claramente el final, donde lo viejo se negaba a desaparecer y lo nuevo tardaba en eclosionar. En la redacción de El Día convivíamos dos generaciones de periodistas, los partidarios de la evolución pacífica del Régimen de Franco y los que pretendíamos acelerar sus muerte. Eran dos formas contrapuestas y hasta antagónicas de ver la vida y la política, pero no alcanzo a atisbar ningún enfrentamiento personal entre nosotros. Recuerdo, eso sí, un día en que Ayala me mandó a cubrir una reunión del Consejo Provincial del Movimiento, cuyos actos eran hasta entonces secretos. Lo hice y comprobé que su programa podía haber sido compartido incluso por el PSOE o el PCE. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que aquellas escenificaciones periodísticas constituían los últimos y desesperados intentos del Sistema de aparentar lo que no era, y que ya no conducían a nada ni engañaban a nadie. A partir de entonces, la otra política, la que se hacía fuera de las instituciones, dejó de bailarse al ritmo del tango: dos pasos adelante y uno hacia atrás. Brotaron así como hogos, casi por arte de magia, de la noche a la mañana, decenas de partidos y grupúsculos, cada uno de su padre y de su madre, y donde la única seña de identidad creíble era el apellido comunista y donde, con frecuencia, los árboles no nos dejaban ver el bosque.
Resultaba sintomática a este respecto, por ejemplo, la quema de guaguas en La Laguna, y la enfermiza obsesión estudiantil contra Leoncio Oramas, de la que nos hacíamos eco en el periódico, por ser Oramas uno de los dueños de la empresa de autobuses. Pese a que se trataba de un liberal antifranquista que llegó a formar parte del Consejo Político de don Juan de Borbón en Estoril y el primer alcalde de la capital que puso en marcha un «plan de barrios» para acabar con las infrahumanas condiciones de vida de los núcleos periféricos de Santa Cruz, el pedigree de demócrata no era suficiente.
Tras la revolución de abril, la política que hasta entonces se hacía en la Universidad de La Laguna y en los despachos de abogados ─ en el de Pepe Badía, Antonio Carballo Cotanda, Julito Pérez y otros [Viera y Clavijo, 63], cercano al PSOE; en el colegio mayor San Fernando dirigido por Jerónimo Saavedra; en casa de Paco Tobar o María Jesús de Pablos; en el de Antonio González Bieitez y Oscar Bergasa, en Las Palmas; en torno a la revista Sansofé de José Carlos Mauricio y Pepe Alemán, etc─, saltó de pronto a la calle y el parque García Sanabria se convirtió en un «manifestodromo» con los agentes de la Brigada Político Social apuntando a los periodistas con sus pistolas desde los bolsillos de sus chaquetas o simulando que las tenían, para tratar de amedrentarnos.
EN EL DIA FUIMOS LOS PRIMEROS EN PUBLICAR UN REPORTAJE DE LA TORTURA DEL FRANQUISMO. LA PRENSA DE MADRID COOPIO LA IDEA Y NOS SUPERO AMPLIAMENTE
Y ocurrió que un día, el 25 de octubre de 1975, se les fue la mano y mataron a un obrero, Antonio González Ramos, militante del PUCC (Partido de Unificación Comunista de Canarias) y la autopsia determinó que había sido torturado y le habían hundido las costillas. Yo por entonces era, además de redactor de El Día, corresponsal de Cuadernos para el Diálogo, colaborador de Gaceta de Derecho Social y de Comunicación 2000 y me encargue de que la noticia, que no podía publicarse en las islas, saliera en Cambio 16, Triunfo y la revista que dirigía Pedro Altares. A la semana siguiente, Cambio 16 contrarreplicó ilustró con un amplísimo reportaje sobre las torturas en el País Vasco, que convertía en anécdota lo ocurrido en Tenerife, pero nosotros habíamos sido los pioneros en desenmascarar que en las mazmorras del franquismo se maltrataba a los opositores al régimen.
Luego, de pronto, después de dos largas agonías en 1974 y 1975, un 20 de noviembre murió Franco, Caudillo de la España grande y libre y hubo una segunda eclosión de demócratas. Para perpetuar su obra, Carlos Arias Navarro se inventó el Espíritu del 12 de Febrero pero a Ernesto Salcedo y a El Día le parecieron que aquel sucedáneo de democracia vigilada no podía prosperar y nos opusimos al engendro. Las crónicas de Pedro Calvo Hernando desde Madrid reproducidas en las páginas dominicales del periódico dan fe de ello. Y también la columna «En dos palabras», ejemplo de periodismo comprometido, del mismo Salcedo. La desaparición del dictador provocó cambios geopolíticos para las islas, con la descolonización del Sahara, y el por entonces peligroso acercamiento de la frontera con Marruecos y Mauritania a menos de un centenar de kilómetros de Fuerteventura. Y un nuevo fenómeno: la irrupción en las ondas del Movimiento para la Autodeterminación e Independencia de las Islas Canarias (MPAIAC), que dejaba escuchar su voz desde Radio Argel. Su alma mater y único dirigente, Antonio Cubillo Ferreira, era un desconocido para casi todo el mundo pero incitaba a los canarios a la «rebelión contra la Metrópoli», a la «lucha armada» y al rechazo de todo lo foráneo al grito de «canario, si estas casado con una goda ponle los cuernos».
El subdirector de Cuadernos para el Diálogo, Eduardo Barrenechea, había entrevistado a Cubillo en una cumbre de la OEA y en uno de mis viajes a Madrid me dio su teléfono. Y, a partir de ese día, me convertí en el único contacto de la prensa canaria con el dirigente nacionalista y el responsable de publicar sus comunicados reivindicando sus «acciones terroristas», que no eran más que algunos petardos lanzados contra las puertas de los hoteles del Puerto de la Cruz.
EDUARDO BARRENECHEA, SUBDIRECTOR DE CUADERNOS PARA EL DIALOGO, ME CONECTÓ CON ANTONIO CUBILLO, EL LÍDER SEPARATISTA CANARIO. DURANTE AÑOS FUÍ EL ÚNICO CONTACTO CON LA PRENSA DE LAS ISLAS Y DEL RESTO DE ESPAÑA
Cada noticia sobre la «actividad armada» del MPAIAC provocaba un desmentido rotundo. El alcalde de la ciudad turística del norte de la isla, Antonio Castro, se encargaba de hacerlo personalmente. Hasta que, años más tarde, el Gobierno de Adolfo Suárez decidió poner fin a la aventura de este hombre bueno, bondadoso e idealista, y encargó a un matón, José Luis Espinosa Pardo, asesinarle en la ciudad de Argel, una semana después de que Felipe González hubiera llegado con Huari Boumedienne a un compromiso para quitarle la emisora.
Por entonces yo vivía ya en Madrid, formaba parte de la redacción de Cambio 16 y dirigía a un equipo de investigación cuya misión consistía en impedir que los militares salieran de los cuarteles; en persuadirles de que debían dejar la política en manos de los profesionales para que la historia democrática de España dejara de ser un paréntesis en medio de un cúmulo de asonadas, cuartelazos y pronunciamientos como ocurrió en gran parte del siglo XIX. Al final, un año después del «23 F», lo conseguimos al sentar a la plana mayor del involucionismo en un macrojuicio en Campamento, en las afueras de Madrid.
Y ahí, probablemente, acabó la lucha de todos nosotros, por implantar la liberad y la democracia y ponerla en manos de los legítimos depositarios de la soberanía popular. Luego muchos periodistas volvimos a las redacciones a cumplir con nuestro papel de garantes de las libertades y vigías de la clase política que habíamos contribuido a entronizar. Otros, entre ellos los directores de El País y El Mundo, siguieron jugando a la política y enfangando la profesión periodística. Pero esa es ya otra historia.
De aquel periodo en que todos vivimos azarosamente, sin saber si estábamos haciendo periodismo o política, la que más recuerdos agradables trae a mi memoria es la etapa de El Día. Fueron años de rebeldía, de compromiso y de lucha plasmados en el quehacer diario de un periódico desde el que nos propusimos cambiar la sociedad para que la libertad no tuviera que entrar a hurtadillas por la puerta o escapar por la ventana. Y cumplimos nuestro papel desinteresadamente: conquistada la democracia, ya nada, ni nosotros mismos, volveríamos a ser iguales.