©José Díaz Herrera
Todavía, cuando se visita algún cementerio antiguo y apartado de Canadá, Estados Unidos, Francia, Inglaterra o España, el visitante puede encontrarse centenares de tumbas minúsculas adornadas con pequeñas cruces blancas y, generalmente, la mayoría de ellas ya sin nombre.
Son las sepulturas de centenares miles, de millones de niños cuyos restos ocupan los camposantos de todo el mundo civilizado. Hasta finales del siglo XIX y comienzos del XX, la falta de condiciones higiénicas en el parto y en los hogares, la deficiente alimentación, la falta de vacunas y de medicamentos adecuados para combatir las enfermedades, se llevaban a la tumba a uno de cada tres niños menores de un año, entre tristeza infinita, el dolor inenarrable y el amargo desconsuelo de sus padres, abuelos y demás familiares.
La plaga de la mortalidad infantil empezó a superarse en los países industrializados a partir de la Primera Guerra Mundial (la última gran pandemia, el virus de la gripe mató esos años a más de 27 millones de personas, 17 de ellos en la India), con las vacunaciones masivas, el descubrimiento de los antibióticos, y el exterminio en el primer mundo de las grandes plagas de la humanidad: el cólera, la viruela, la gripe, la poliomielitis, la tosferina, el tifus, la peste, la tuberculosis, el tétanos y otras, y una alimentación equilibrada y saludable, con la aportación de oligoelementos, vitaminas y nutrientes.
Tras gastarse más de un billón de dólares en acabar con las pandemias y epidemias, los grandes azotes de la humanidad, vino la II Guerra Mundial. Centenares de miles de mujeres de toda clase y condición fueron movilizadas para cubrir los puestos de retaguardia mientras sus maridos y novios acudían a pelear a los frentes de batalla. Entre 1940 y 1945, ellas fueron las responsables de que las fábricas siguieran en pie, hubiera suficiente munición para los fusiles, las cosechas de recogieran a tiempo y la sociedad en general no se colapsara.
Cuando acabó la Gran Guerra, muchas cosas habían cambiado, especialmente la mortalidad infantil. Vencidas las enfermedades por la Ciencia la mayoría de los niños superaban los achaques infantiles y la esperanza de vida se incrementaba. La cuestión que se planteó entonces no consistía ya en que los hijos no murieran sino en que sus madres no querían volver del todo a sus casas. Los menores, la maternidad, el parto y la crianza se convirtieron en estorbos, en contrariedades e impedimentos insalvables para muchas mujeres que preferían abortar a perder su trabajo.
Impulsada por el incipiente movimiento feminista, con Simone de Beauvoir, Ángela Davis o Rebecca Walker nació así una nueva cultura, la de la salud sexual y reproductiva como parte del llamado movimiento de liberación de la mujer. La procreación y la familia dejaron de ser algo natural y se convirtieron en una actividad planificada y concebida como una fábrica. A ello contribuyó el uso de los métodos anticonceptivos, concebidos para que la mujer pudiera programar su embarazo y parto como si el matrimonio fuera una cadena de montaje de una fábrica de las afueras de Liverpool o Bilbao.
Pero no todo estaba resuelto. En una sociedad en la que tener hijos y perpetuar la especie no era ya el fin último de la pareja, los tocólogos y ginecólogos se dieron cuenta enseguida que, pese a la amplia panoplia de métodos para interrumpir la fecundación, se producían todavía más de un 50 por ciento de embarazos no deseados. Y se optó entonces por echar mano de la aspiradora de fetos y generalizar el aborto, extirpar al ser vivo del útero de su madre como una forma más de anticoncepción.
Con esta nueva filosofía salud sexual y reproductiva impuesta en la OMS por una nueva oleada de feministas más radicales aún, nació paralelamente, toda una industria: espermicidas, ligadura de trompas, condones, parches, diafragmas, implantes subdérmicos de hormonas, dispositivos intrauterinos, píldoras y clínicas abortivas (que cobraban entre 90 y 1800 dólares por aborto). Pero, especialmente, la industria de los gobiernos que decidieron entrar a saco en la familia, que según el derecho romano y la tradición cristiana, había quedado fuera del derecho positivo hasta entonces, salvo en lo relativo a testamentos y reparto de herencias. Colocándose al lado de la industria farmacéutica y las clínicas abortivas, se metieron a legislar (ahora en el Código Penal) en materia de aborto, divorcio, violencia familiar, matrimonios entre personas del mismo género y otros muchos asuntos.
La invasión del estado en la esfera familiar ha logrado que la pareja, de hecho, apenas pueda decidir en el ámbito de sus relaciones más íntimas y privativas. Como en la película 1984 de George Orwell, los gobiernos se han convertido en el Gran Hermano (The Big Brothers) que piensan, deciden y actúan por ellos, autorizando no sólo que las niñas puedan abortar sin conocimiento paterno sino permitiendo a los homosexuales contraer matrimonio o adoptar a menores de edad.
EN APENAS 33 AÑOS EL ABORTO HA PROVOCADO EN ESTADOS UNIDOS CUATRO VECES MÁS MUERTOS QUE LA II GUERRA MUNDIAL
Con todas estas transformaciones ya no hay entierros con cajas de muerto blancas, los cementerios no están llenos de crucetitas ni de lápidas infantiles y apenas hay padres que derramen una lágrima por el fallecimiento de un menor. Ahora mueren a millones todos los años en el mundo civilizado y sus restos acaban en los vertederos de las grandes ciudades, para alimento de los perros vagabundos y otras alimañas cuando no pulcramente incinerados.
El aborto mata cada año a más gente en Estados Unidos, Canadá, Francia, Inglaterra o Italia que la II Guerra Mundial y a nadie parece preocuparle esta epidemia que viene a ser como una especie de adelanto de uno de los cuatro jinetes (la muerte) del Apocalipsis. Por el contrario, algunos pensadores positivistas consideran que ésta es una nueva forma de autorregulación de la sociedad. En el siglo XIX y XX eran las epidemias, la mortalidad infantil y las guerras las que establecían el equilibrio de la población en el planeta. Hoy es el pretendido derecho de las mujeres a disponer de su propio cuerpo, de su fecundidad, el que aniquila generaciones de naturus, para no perder el nivel de vida, la prosperidad y el bienestar.
Bajo este prisma, el futuro de la humanidad es desolador. En Estados Unidos, por poner un ejemplo, la mitad de los embarazos son no deseados y un cuarenta por ciento acaban en aborto. Cada año se arrancan del vientre de sus madres 1.31 millones de fetos lo que supone que cada 12 meses el 2 por ciento de las mujeres entre 15 y 44 años pasa por una clínica abortiva, con el agravante de que la mitad de ellas son reincidentes, es decir, lo ha hecho ya antes.
Desde que la Corte Suprema (Roe versus Wade ) autorizó la interrupción legal del embarazo, en 1973, el número de abortos legales entre ese año y 2005 fue de 45 millones. La cifra es escalofriante. Basta poner un ejemplo: han muerto 4 veces más americanos en los quirófanos de la muerte de fetos indefensos que en la II Guerra Mundial.
La ausencia de riesgo en la práctica de los abortos (solo un 1 por millón de mujeres muere en el intento) ha tenido un efecto contagio a los sectores más jóvenes de la población femenina. Tras la emancipación de las teenagers de sus padres, tras abandonar la Hight School para irse a vivir a un piso y acudir a la Universidad, los embarazos no deseados en las jóvenes se ha incrementado. Y, paralelamente, el número de abortos de chicas entere 15 y 19 años que se sitúa en el 18 por ciento en toda la nación, a pesar de que el 56 por ciento asegura haber usado métodos anticonceptivos.
Las secuelas suelen ser profundas pero de ellas apenas se habla. Por eso, para evitar el trauma del paso por la clínica en septiembre de 2000, la Food and Drug Administration aprobó el uso masivo de la mifepristona [la píldora RU-486] como método de abortivo químico. Administrada con otras píldoras, hace milagros antes de las 8 semanas de gestación.
Pero, en contra de lo que ocurre en España, 34 estados americanos obligan a las menores a contar con el consentimiento de los padres para abortar y en algunos otros, cuando la familia se niega a conceder el permiso, la Justicia, el Estado en definitiva, asume ese papel. En otros muchos casos, la emancipación de las jóvenes desde los 15 años, la lejanía de la familia, la ruptura con sus padres y otros factores, inducen a que muchas menores de edad sean atendidas en las clínicas abortivas sólo con su consentimiento. De esta manera, una niña de 15 años se convierte en la dueña absoluta con capacidad para dar o quitar la vida de otra que viene en camino, de asesinar a su hija con tal de que disponga de unos cientos de dólares para financiar la intervención.
Pero no todo está resuelto a favor de las abortistas. La excesiva liberalización y permisividad de las costumbres, ha generado reacciones de rechazo frente al «derecho» al asesinato libre. En los últimos meses se han dado tres casos de padres que se han negado al aborto libre de sus hijas menores de edad. Acérrimos defensores de la vida, han planteado que éstas tengan el bebe que posteriormente sería entregado en adopción a sus abuelos.
El asunto, llevado a los tribunales, ha provocado una enorme polémica en el país de las libertades debido al limbo legal existente sobre las criaturas en gestación, cuyos derechos están por reconocer. Por eso, al menos de uno de los tres casos, las feministas, han forzado el aborto clandestino de una menor con el fin de que la Corte Suprema no llegue a pronunciarse y no haya jurisprudencia en contra del aborto libre, cuando exista una posibilidad cierta de que el futuro bebe, aunque no tenga padres reconocidos, tiene su infancia y juventud garantizadas.
Incongruente y arbitrario, este es el mundo en que vivimos. Durante siglos la humanidad luchó a brazo partido para reducir a la mortalidad infantil a tasas asimilables para, posteriormente, en el mayor contrasentido y aberración de la historia, proceder al exterminio masivo y sistemático de los menores antes de nacer.
EN EL ULTIMO SIGLO LA CIENCIA HA ACABADO PRACTICAMENTE CON LA MORTALIDAD INFANTIL PERO HOY DIA SE PRODUCEN MUCHAS MÁS MUERTES DE NATURUS A MANOS DE SUS MADRES
Con un planeta donde las desigualdades económicas y sociales entre países y continentes son profundas y lacerantes, el absurdo es aún mayor. En una parte de la tierra (el tercer mundo) la malnutrición, la falta de condiciones higiénicas, la tuberculosis, la malaria, la viruela, el sida y otros endemismos siguen llenando los cementerios de cruces blancas y los hogares donde se vive a menudo la angustia, el dolor y tragedia por las elevadas tasas de morbilidad infantil. En el otro extremo del mundo, los niños mueren a manos de sus madres, en unos centros sanitarios impersonales, asépticos y esterilizados para acabar en esos cementerios invisibles que nadie sabe donde están. La intervención dura apenas unos minutos pasados los cuales, las madres salen por la puerta de los quirófanos felices y satisfechas, creyendo que se han quitado un problema de encima, cuando lo que han hecho es contribuir en pequeña escala al agrandar el mayor genocidio de la humanidad.
Para llegar a esta solución, tal vez no hubiera hecho falta que el género humano hubiera invertido tanto dinero y medios en combatir a las enfermedades y en crear un mundo más amable, feliz y próspero, sin hambre ni epidemias. Doscientos catorce años después de Edward Jenner inventara la primera vacuna contra la viruela (1796), dando origen a la medicina moderna y controlando la propagación y contagio de virus y bacterias el hombre es el mayor verdugo del propio hombre. Para llegar dos siglos después al punto de partida, valía la pena tanto esfuerzo. O lo que es lo mismo: ¿Estamos mejor o peor que hace doscientos años?.- ©José Díaz Herrera
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