Monday, July 12, 2010

EL SEPARATISMO CATALÁN DERROTADO POR UN PARTIDO DE FÚTBOL

VEINTICUATRO HORAS DESPUES DEL MAYOR ACTO SEPARATISTA, TRAS LA VICTORIA DE ESPAÑA EN EL MUNDIAL NO SE HABÍAN VISTO TANTAS BANDERAS NACIONALES EN LOS BALCONES Y EN LA CALLES DE BARCELONA NI TANTA GENTE QUE SE IDENTIFICARA CON LA NACIÓN ESPAÑOLA DESDE LA MUERTE DE FRANCO.
Nunca en la historia de España habían coincidido en tan corto espacio de tiempo (apenas 24 horas) dos fenómenos de masas tan grandes y con resultados y consecuencias (espero) tan diametralmente diferentes y contrapuestas.
El sábado 10 de julio, los representantes legítimos y oficiales de la nación Española en Cataluña en los 30 últimos años, que tienen la obligación de ampararla y defenderla en público y en privado se manifestaban por las calles de Barcelona en contra de España.
Por muy esperpéntico que parezca, los Molto honorables Jordi Pujol, Pascual Maragall y José Montilla, que cobran los tres del erario público, es decir, del dinero de los españoles, empezaron hace unos meses prohibiendo el uso del español en una parte de España, hecho que no ocurre en otra parte del mundo.
No satisfechos con sus provocaciones, daban una nueva vuelta de tuerca y convocaban a sus conciudadanos en contra de la nación que les paga sus salarios, como si estuviéramos en la India en las vísperas del 15 de agosto de 1947, el día de la independencia de la colonia, y Pujol, Maragall y Montilla fueran Mohandas Karamchand Gandhi, Mohammed Alí Jinnah o Jawaharal Nehru.
A las seis de la tarde, con un sol de solemnidad y seguidos por miles de altos cargos y funcionarios cuyos salarios que pagamos todos los españoles, sin una sola bandera de España, la marabunta recorrió varias calles a los gritos de «Son una naciò» y «adiós España» y se disolvieron al primer conato de agresión a Pepe Montilla, el primer andaluz que ha asentados sus reales en plaza en la Plaza de San Jaume.
Veinticuatro horas más tarde, en las mismas calles de Barcelona que cualquier observador extranjero hubiera calificado que estaba a punto de reventar y de romper con la nación española, la España real se echaba a la calle a festejar el triunfo de la selección española en el Mundial de Fútbol de Sudáfrica frente a Holanda.
Enfervorecida y feliz por la victoria, la gente tomó la Avenida de María Cristina donde el ayuntamiento socialista se vio obligado por las presiones de decenas de miles de ciudadanos a instalar a última hora una pantalla gigante, frente a la cual se concentraron 75.000 personas según los Mossos y la Guardia Urbana. La multitud, además, tomó las zonas aledañas (Plaza de España, Plaza de Cataluña y Rambla de Canaletas) y hasta hubo que reforzar los servicios de autobuses y de Metro hasta altas horas de la madrugada, para que la gente pudiera regresar a sus casas. Pero no sólo la algarabía y el jolgorio se vivió en el centro de la Ciudad Condal. Todos los barrios sin excepción fueron un clamor durante la noche y la madrugada.
Y todo eso ocurrió así, espontáneamente y sin preparación alguna, al contrario de lo ocurrido en Madrid, Zaragoza o Andalucía, porque Tele 5 no quiso incordiar a los políticos catalanes organizando un acto de exaltación al deporte que, al final, se convirtió en una fiesta de exaltación a España y a su bandera, que tremoló a centenares entre la multitud y desde miles de vehículos en marcha meciéndose al suave viento que soplaba desde el puerto de Barcelona.
LA ESPAÑA REAL VA POR UN LADO Y LA OFICIAL POR OTRO, DIVORCIADA DEL PUEBLO Y SIN DEJAR DE MIRARSE EL OMBLIGO. EN LUGAR DE APRENDER LA LECCIÓN, LO MÁS PROBABLE ES QUE LOS POLITICOS INDEPENDENTISTAS ACELEREN LA CREACIÓN DE LA FEDERACIÓN CATALANA DE FUTBOL.
Implícitamente, el acto, constituyó un rechazo y un retroceso implícito al segregacionismo y a sus promotores. Los líderes independentistas de Ezquerra Republicana de Cataluña y los más moderados pero igualmente separatistas de Convergencia i Uniò estaban que se los tragaba la tierra. «No he visto gente más desagradecida e inoportuna que los catalanes. Después de lo que estamos haciendo por ellos, después de la lucha titánica que sostenemos contra España, resulta que me doy una vuelta por las ramblas y veo más banderas de España en los balcones y ventanas que senyeras», había protestado la mañana anterior Josep-Lluis Carod-Rovira.
El pueblo, para los que actúan a espaldas suyas y se hacen una composición irreal de las cosas, para aquellos que viven en su mundo virtual y alejado de la realidad, es siempre malvado, egoísta, ingrato, olvidadizo y hasta desagradecido. Los únicos que nunca se equivocan, que no se extravían, yerran ni desatinan son los políticos, especialmente los nacionalistas, acostumbrados a practicar una especie de despotismo ilustrado, la tiranía y el absolutismo de los partidos decididos a imponer el pensamiento único y borreguil y a llevar del ronzal a los ciudadanos.
Por lo tanto, el Mundial de Fútbol ha servido no sólo para devolver la alegría y el optimismo a una España hundida y desacreditada en el exterior por el socialismo. También ha tenido una segunda derivada. Poner de relieve la unidad indisoluble de la nación española, por muchos buitres que la quieran despedazar para vivir de la carroña.
Claro que tampoco hay que echar las campanas al vuelo. Acostumbrados a vivir en su pedestal, a no mirar más allá de su ombligo, incapaces de hacer la mínima autocrítica, es improbable que José Montilla, Pascual Maragall o Jordi Pujol aprendan la lección que Vicente del Bosque brindó anoche a España entera sin pretenderlo. Lo más probable es que para evitar situaciones ridículas y embarazosas como la que vivieron anoche, lo primero que hagan a la vuelta de las vacaciones es crear la Selección Catalana de Fútbol.
De todas maneras, hay que reseñar la única evidencia posible: si es cierto que el deporte une a los pueblos, nunca un partido de fútbol había sido más importante y decisivo en la historia de España. El separatismo catalán fue ayer aplastado en Johannesburgo y no por la bota del Ejército, como a ellos le hubiera gustado para explotar el victimismo e irredentismo secular frente a un centralismo opresor, sino por el furor de 12 pares de botas de otros tantos jugadores españoles

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